The Tales

(From Space and Two-Times)

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Domínguez-Souza

Me llamo Marcelo Domínguez-Souza, soy profesor de literatura en la Universidad de San José, columnista y crítico culinario. Lo que les voy a narrar a continuación es una historia verídica, una vivencia personal tras la cual mi vida no ha vuelto a ser la misma, que me ha llevado a meditar sobre los límites mismos de la creatividad y tomar sentidas decisiones que han afectado a mi vida personal y profesional.

Todo comenzó a principios del mes de diciembre de dos mil veintidós, ojeando como muchas mañanas el periódico universitario que reparten en la cafetería de la facultad de letras donde doy clase. Deleitándome con el suave crujido de las tostadas con manteca y mermelada que la señora Mariana, regente de la cantina, me prepara gustosamente desde hace más de 10 años, recaló mi atención en la sección de premios y concursos. La sección es muy pequeña y rara vez reclamaba mi interés, generalmente contiene información acerca de becas, condecoraciones universitarias a algún decrépito catedrático o competiciones artísticas; pero en esta ocasión mis ojos se posaron sobre un pequeño titular que captó toda mi atención: Concurso de microrrelatos culinario. El concurso al que estaba referido el artículo no era un vulgar concurso, lo organizaba una revista gastronómica de renombre con la que siempre había querido colaborar y una conocida marca de cervezas. La verdad es que yo no me prodigo mucho en la ficción, mi fuerte siempre ha sido el artículo de opinión y desde que salí de la universidad he realizado de forma periódica las críticas culinarias de los restaurantes de la región para El Correo de San José. Contar las experiencias en primera persona siempre se me ha dado bien, tengo un paladar privilegiado y la suerte de que mis ideas políticas concuerdan mucho con la línea editorial de El Correo. Todo ello es fácilmente comprobable por el lector si googlea un poco sobre mí y mi trabajo. Hoy en día está todo en la red. Cierto es que en mis años noveles publiqué dos novelas, ambas de escaso éxito, que me llevaron, por suerte para mi, a volver la vista hacia la docencia: las clases de la universidad son muy gratificantes y un complemento sin el que no podría llegar a fin de mes, porque, pese a que escriba sobre comida,, escribir no da para comer.

Como en las últimas semanas del año la actividad docente baja mucho y la cuantía del premio prometía poder acometer alguna reforma más que necesaria en el baño de mi pequeño apartamento, pensé que no era mal momento para intentar un reto asequible para mi potencial. Así fue como durante el fin de semana siguiente comencé la liturgia de inspiración que tenía un poco oxidada por la falta de estímulos creativos recientes. La mañana del sábado fui a la taberna de mi amigo de la infancia Jose Miguel, un local llamado la Barruca, que hace años que visito de forma periódica para no dejar atrás cierta parte de mi vida que la nostalgia reclama de vez en cuando. Allí me pasé la mañana charlando con los parroquianos, amigos y conocidos, tratando de recabar alguna anécdota que me diera pie luego a escribir la historia del relato.

Pese a que las charlas y la compañía fueron agradables, y a que obtuve la jugosa información de que Lucrecia, (mi amor platónico de secundaria) se acababa de divorciar, la visita fue una siembra en un campo yermo a nivel de relato. Por la tarde y el día siguiente busqué inspiración en los clásicos, me releí algunos cuentos de Cortázar, de Pardo Bazán y de Bradbury que rondaban por la estantería del salón. La experiencia fue gratificante pero igualmente baldía. La página inundada a veces por las palabras de alguna idea descabezada se sacudía de toda intervención hasta volver a su mácula original.

El fin de semana siguiente llegó con bastante diligencia: la semana académica se había complicado debido un par de largas, urgentes y tediosas reuniones del Claustro y en El Correo de San José me reclamaron como ocasional revisor, ya que una anticipada maternidad había alejado temporalmente a la titular del cargo. Las tardes del jueves y del viernes las pasé en el departamento de márketing revisando múltiples textos comerciales sobre regalos navideños que acabarían en el blog de tendencias de El Correo. La revisión fue profundamente aburrida, ya que los textos estaban creados con una inteligencia artificial, un generador automático de textos que se estaba empezando a usar en sectores dedicados a las ventas.

La mañana del sábado, obcecado en conseguir una buena historia, acudí de nuevo a la Barruca. Me quedé hasta que entró la tarde charlando, tomando una lasaña deliciosa con un viejo conocido de mi padre. En esta ocasión la decepción fue múltiple, volví a casa con fuerte resaca, sin historia y con la noticia de que Lucrecia no tenía el menor interés en el género masculino. Poco más pude hacer ese día que cenar, ducharme y seducir a Morfeo con un paracetamol.

El domingo, agobiado por no llegar a un plazo autoimpuesto, decidí probar algo nuevo. Y eso fue, querido lector, lo que produjo mi desgracia.

Decidí probar el sistema de inteligencia artificial que utilizan en el diario. En principio iba a ser un juego, otra forma más de buscar inspiración, casi una chiquillería: nada más que un acto que probara mi supremacismo intelectual frente a la máquina. Jamás pensé que esa infame herramienta me suministraría algo más que una vaga idea que luego yo pudiera pulir, dar forma y convertir en algo loable. Sería como abrir un diccionario por la mitad y jugar con las palabras que quedaran en esas páginas.

Pues bien, abrí la página web del generador de textos y con un formato similar al que utilizaban en el servicio de marketing, le ordené “escribir un cuento que hable de gastronomía, entre 1000 y 1500 palabras, con el estilo de Marcelo Domínguez-Souza”.

El resultado tardó aproximadamente dos minutos en generarse, contenía mil ochenta y cinco palabras y su primer párrafo fue este:

“Me llamo Marcelo Domínguez-Souza, soy profesor de literatura en la Universidad de San José, columnista y crítico culinario. Lo que les voy a narrar a continuación es una historia verídica, una vivencia personal tras la cual mi vida no ha vuelto a ser la misma, que me ha llevado a meditar sobre los límites mismos de la creatividad y tomar sentidas decisiones que han afectado a mi vida personal y profesional.”